Olivier Laignel Salzmann
Por Alejandro Charosky
Olivier Laignel Salzmann nació en París, donde muy pequeño, tuvo que vivir los duros momentos de la Segunda Guerra Mundial. Durante los bombardeos leía cuentos a su hermano mayor Serge para calmarlo.
Hijo de Nathalie de Salzmann y nieto de Jeanne de Salzmann, nació y creció dentro de la enseñanza del Sr. Gurdjieff. Terminada la guerra, su madre se divorció de su padre, un conocido orientalista, y emigró a Venezuela. Allí hizo sus estudios y se recibió de médico. Muy joven se enamoró de Ángela Flynch, hija de Peggy Flynch, secretaria de Jeanne de Salzmann, relación esta que culminó en su matrimonio. Luego de varios años en los grupos Gurdjieff de Venezuela, emigró a Estados Unidos, donde revalidó su título de médico y realizó el internado.
Estuvo al frente de grupos dentro de la línea de Lord Pentland. Los modos en que Lord Pentland lo hacía trabajar era por ejemplo citarlo a una entrevista y cuando llegaba, Lord Pentland estaba con otra persona y sostenía enfáticamente que ese no era el día ni la hora en la que lo había citado.
Su entrenamiento en el trabajo del Sr. Gurdjieff respondía más a su abuela, Jeanne que a su madre Nathalie.
Finalmente, alrededor del año 1995, vino a Buenos Aires, donde guío a la institución que respondía a la enseñanza del Sr. Gurdjieff hasta su muerte, ocurrida en el año 2006.
Tuvimos una relación cercana hasta sus últimos. Era un guía, un compañero de trabajo, un amigo, un hermano.
Nunca en mi presencia dejó de estar atento. Con una generosidad sin límite, y un concepto de amor duro, dejaba de lado el afecto y me entrenaba sin consideraciones de todas las formas posibles. Mi ego salía castigado de los encuentros con él. Mi falta de atención y mis limitaciones, se abrían ante mí como en un interminable espejo. Siempre se cuestionaba. Era frecuente en él decir que no tenía la menor idea de lo que estaba haciendo.
Su generosidad se extendía a muchas personas de la institución, acerca de la cual sostenía que estaba integrada por mucha “madera muerta”. Su sentido del humor era agudo y constante y formaba parte de su trasmisión. Siempre se sabía cuándo en un grupo estaba Olivier por las risas que se oían.
Era un rebelde y en ese rasgo de carácter coincidíamos.
Su enseñanza era práctica pura. Era lo que pasaba en el momento. No teorizaba, no recurría a ninguna fuente intelectual. Simplemente era. Al trabajar a su lado percibía que se movía en un nivel muy diferente al mío. Lo que para mí era un segundo, para él eran diez minutos. Tenía el don, como el buen ajedrecista que era, de ver en el momento el desarrollo de una situación hasta un futuro lejano.
Lo invité quince días a convivir en un veraneo con mi mujer, Silvia y conmigo. Lo convirtió en una jornada de trabajo intensa durante todos los minutos del día. Meditábamos en la playa a las 5 de la mañana y a las 7 estábamos jugando al bridge, juego que desconocíamos por completo, salvo una breve explicación de 10 minutos con él y Anga, su mujer.
Nos ponía nombres de animales para hacernos trabajar, el mío era “la marsopa”. A la noche, cuando no nos quedábamos trabajando mediante juegos, íbamos al casino. Luego de un breve entrenamiento en blackjack me hizo jugar en el casino con él y dos compañeros más de trabajo. Al volver me devolvía lo que había visto de mí en el juego.
Era impaciente, irritable, fumador empedernido, lo que finalmente terminó con su vida. Lo cual me lo había predicho muchos años antes, prácticamente en los primeros encuentros con él.
Cuando pienso en lo que representó en mi vida, la que a su lado se volvió intensa, impredecible, dolorosa para las nociones que tenía de mí mismo, creo que lo más importante que me enseñó fue a aceptarme tal como era, no como debía o quería ser.
Una vez me preguntó qué buscaba en el Trabajo y le contesté que quería ser un hombre íntegro como sentía que lo fue mi padre. Me contestó que era un objetivo muy alto.
Olivier nunca elogiaba a nadie. Su mayor elogio era “vete a descansar”.
Pero una vez me retrasmitió un mail de Marion Laurent, una dirigente del Grupo Gurdjieff de Venezuela con la que habíamos cenado junto con él en Buenos Aires, el que reproduzco porque devuelve la mirada de un tercero de lo que vivíamos:
“Olivier podrías por favor dar este mensaje a tus queridos amigos Charosky….
Queridos dos,
Quería agradecerles a los dos esta cena tan agradable donde me sentí “en familia”. Me gustó mucho volverlos a ver pero en estas condiciones donde nos sentimos más.
Me tocó mucho su manera de ser amigos de Olivier, el sentido del humor, la inteligencia y una atención tan liviana y no impositiva me mostró una cara extraordinaria de la amistad que no había visto en tan feliz mezcla hace mucho tiempo.
Les deseo mucha unión y armonía para mucho más tiempo.
Muy afectuosamente,
Marion.”
Así era la relación con él, trabajar en cada uno de los encuentros. Al escribir esto siento la imposibilidad de trasmitir lo que significó Olivier en las vidas de todos los que estuvimos a su lado. Nos trasmitió una pasión por el trabajo, no una convicción estúpida y ciega.
Su enseñanza fue olvidada en la institución que dirigió. Lo convirtieron en ícono, y pasean su recuerdo en las ocasiones ceremoniales entre lágrimas de cocodrilo. Por eso me aparté de las instituciones una vez que murió y todo fue desvirtuado.
Solo sé que puedo afirmar, al igual que ha dicho Pierre Schaeffer al hablar del Señor Gurdjieff, te he amado mucho.